Estábamos los dos en la cocina de su departamento,
sentados en una mesa cerca de la pared, viéndonos las caras sin saber qué más
decir. Hasta hace unos segundos ella me gritaba con palabras o conjunciones que
sonaban a: ¡bueno para nada! ¡Perdedor! ¡Cojudo! ¡Siempre has estado lleno de
buenas intenciones, nada más! Yo, al principio, le había intentado prestar toda
la atención del mundo, pero sus palabras –a medida que avanzaban– se habían
vuelto tan pies descalzos sobre vidrios rotos que, ahora, no dejaba de ver el
tomacorriente que tenía al lado derecho.
–¿Por qué sigues sentado ahí como un idiota? ¿Qué
esperas para largarte? –me dijo.
–No me gusta irme así, amor. Sé que estás molesta pero
tienes que entenderme.
–¡Carajo, ya me tienes haaartaa! No hay nada qué
entender, ¡lárgate! –sus palabras resonaban en la cocina mientras yo empezaba a
distraerme mirando de nuevo el tomacorriente de la pared.
–Todo sería tan fácil –pensaba, sólo es cuestión de
sumar dos dedos con dos orificios en un tomacorriente blanco. Pero, ¿si la
descarga eléctrica no es lo suficientemente fuerte para matarme? ¿Para qué me
expongo? Lo único que quiero es morir, no quedar a la mitad del camino. Además,
¿si quedo en coma y soy consciente de todo lo que me va sucediendo? Como en
esas películas donde el enfermo quiere hablar pero no puede y se vuelve loco. ¡Dios!
No quisiera estar en una situación así, no quisiera volverme loco…
–Oye, al menos mírame cuando te hablo –me dijo justo
cuando aterrizaba de nuevo en la cocina del departamento.
–Discúlpame amor, pero no me estás hablando. Estás
gritando.
–¿¡Cómo no quieres que te grite!? ¡Si todavía
respondes estupideces así!
–No entiendo, en serio no te entiendo. En verdad
quiero entenderte, pero no lo puedo hacer.
No comprendía por qué en el instante en que terminaba de
decir esas palabras no caía del cielo un rayo que me partiera en mil pedazos en
frente de ella, así todas sus palabras caminarían de regreso hasta su boca para
dar pie a un infinito mar de lágrimas. Porque sí, estaba seguro… Si me moría
ahí, ante sus ojos, sufriría mucho, y ésa sería mi venganza, ¡verla sufrir
desde donde fuera que estuviera yo! Pero nada, ni un rayo se asomaba por entre
las paredes del departamento y yo tenía que seguir soportando escucharla
gritar.
–Ese es tú problema, siempre quieres, pero no haces
nada. Sólo quieres, quieres…Me tienes harta con esa palabrita.
–Pero qué qui… –me callé sabiendo que completar esa
frase sería pisar una mina estruendosa, pero de esas que no matan, que sólo
explotan en mil esquirlas. Si matara…ay, si matara…la hubiera pisado con tantas
fuerzas.
Ambos nos quedamos callados por un instante…demasiado
largo.
–Tienes razón, esto es suficiente. Ya me voy. –le
dije, esperando que mi reacción la acongojara y no me permitiera salir del
departamento, pero en cambio me miró como si fuera la primera cosa inteligente
que salía de mi boca desde que todo empezó y me sentí totalmente destrozado.
Caminé hacia la puerta de salida, donde esperaba encontrar, al menos, un poco
de amor propio.
–Llámame cuando llegues a tu casa –me ordenó de
repente, justo cuando tomaba con una mano la perilla para salir.
–Sí, amor, como siempre lo hago. No te preocupes.
No podía entrar en mi cabeza que ella, luego de gritarme
de la forma que lo había hecho, se preocupara ahora que algo me fuera a pasar
en el camino hacia mi casa. ¡Y qué mierda si me pasa algo! ¡Ojalá me pase algo!
¡Ojalá sufra! No yo, ¡ella! Ojalá…
Salí por fin (para ella, no para mí) a la calle y
crucé la avenida para llegar hasta mi auto. Nadie me atropelló en el camino. ¡Desgracias
que tenía que soportar! Aunque quizás es mejor, pensé, no vaya a ser que no muera
en el acto. Abrí la puerta del conductor y encendí el motor. En tanto calentaba
la máquina no dejaba de ver la ventana de su cuarto, con la vaga esperanza de que
aparezca por ahí para despedirse de mí, así como arrepentida de todo lo que me
había dicho. ¡Pero que mierda todo lo que me dijo! ¡Debía de estar molesto!
¿Por qué era tan débil? Por suerte la radio empezó a sonar y como un falso
salvavidas me apoyé en 19 días y 500
noches para olvidarme de la pregunta…para no responderla…”lo nuestro duró…”.
Los semáforos, los cruces de calles con avenidas, los
locales comerciales ya cerrados, todo Miraflores, en general, iba pasando ante
mis ojos y yo sólo los abría en un último esfuerzo antes de llegar a mi casa. Las
señales de “Pare” o de reducir la velocidad me llamaban la atención y me
preguntaba si no sería mejor continuar la carrera y mantener la velocidad,
retando así al destino. El miedo sin embargo, volvía a sentarse a mi lado, para
recordarme que era un cobarde, sólo un cobarde. ¡Huevón! –me dije en voz alta
en cada esquina en la que me fui deteniendo.
Ya por fin estaba en la recta que daba a mi casa, quería
creer que toda esa tortura terminaría al abrir el garaje y prender el televisor,
quería, como decía ella, sólo quería. Qué difícil era ella, carajo; bueno, en
general todo.
Cuatro cuadras para llegar al 878 y un camión cisterna
me seguía a la derecha. Sus llantas eran enormes, casi de la altura de mi pequeño
Peugeot y debajo del chasis podía ver
un espacio enorme, suficiente para girar e introducir todo mi carrito. ¡Eso
es!, pensé; muerte segura. Dos pesadísimas llantas, a toda velocidad sobre mi
pequeño 307, serían trágicas. Sólo
tendría que tomar aire, una pizca de valor, girar a la derecha con todas mis
fuerzas y cerrar los ojos. El resto lo harían esas enormes ruedas de goma
gastada.
Dos cuadras para llegar a mi casa, no tenía más tiempo
para pensarlo. Adelanté el auto, me mantuve a una perfecta distancia del camión
para hacer el giro. Miré hacia adelante, me deleitaba ver el mundo por última
vez, poder controlar ese último instante. Decidí –sí lo decidí yo– repasar muy
brevemente los hitos de mi vida y al final una imagen de ella brotó como una
burbuja desde el fondo del mar. Sonreí imaginándome lo que serían mañana las
noticias, las llamadas a su casa, su madre mirándola con cara de desazón, ella
sintiéndose culpable, llorando como María Magdalena, lamentando sus palabras y
queriendo hablar conmigo por una última vez. El velorio, seguramente, estaría
lleno de amigos y de nuevo ella, ¡ay ella!, tan sola entre tanta gente,
sintiéndose tan asesina sin poder decírselo a nadie, porque claro, no lo sería
finalmente si no se lo contaba a alguien. Todo sería tan triste para ella y yo
tan feliz. Por fin, yo por encima de ella. Giré con todas mis fuerzas hacia la
derecha el timón de mi Peugeot rojo y
cerré los ojos como si me fuera a zambullir en una piscina, las llantas
gritaron conscientes de que también morirían y entonces sentí el calor del
camión, del estar debajo de él...
Estaba, ¡podía sentir que estaba!, en el centro de un
infinito espacio oscuro, con la inmensa paz que sólo el haber girado a la
derecha me podía dar. Abrí los ojos con la expectativa de verme dentro de una
pintura, rodeado de nubes o, no sé, algo parecido. Sin embargo, grande fue mi
sorpresa cuando, luego de ver a mi derecha y después a mi izquierda, comprendí
que había entrado al garaje de mi casa.
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