Buscando Espontaneidad

renzoarbocco@gmail.com

lunes, 19 de septiembre de 2011

Buscando Salidas



Estábamos los dos en la cocina de su departamento, sentados en una mesa cerca de la pared, viéndonos las caras sin saber qué más decir. Hasta hace unos segundos ella me gritaba con palabras o conjunciones que sonaban a: ¡bueno para nada! ¡Perdedor! ¡Cojudo! ¡Siempre has estado lleno de buenas intenciones, nada más! Yo, al principio, le había intentado prestar toda la atención del mundo, pero sus palabras –a medida que avanzaban– se habían vuelto tan pies descalzos sobre vidrios rotos que, ahora, no dejaba de ver el tomacorriente que tenía al lado derecho.

–¿Por qué sigues sentado ahí como un idiota? ¿Qué esperas para largarte? –me dijo.
–No me gusta irme así, amor. Sé que estás molesta pero tienes que entenderme.
–¡Carajo, ya me tienes haaartaa! No hay nada qué entender, ¡lárgate! –sus palabras resonaban en la cocina mientras yo empezaba a distraerme mirando de nuevo el tomacorriente de la pared.
–Todo sería tan fácil –pensaba, sólo es cuestión de sumar dos dedos con dos orificios en un tomacorriente blanco. Pero, ¿si la descarga eléctrica no es lo suficientemente fuerte para matarme? ¿Para qué me expongo? Lo único que quiero es morir, no quedar a la mitad del camino. Además, ¿si quedo en coma y soy consciente de todo lo que me va sucediendo? Como en esas películas donde el enfermo quiere hablar pero no puede y se vuelve loco. ¡Dios! No quisiera estar en una situación así, no quisiera volverme loco…

–Oye, al menos mírame cuando te hablo –me dijo justo cuando aterrizaba de nuevo en la cocina del departamento.
–Discúlpame amor, pero no me estás hablando. Estás gritando.
–¿¡Cómo no quieres que te grite!? ¡Si todavía respondes estupideces así!
–No entiendo, en serio no te entiendo. En verdad quiero entenderte, pero no lo puedo hacer.

No comprendía por qué en el instante en que terminaba de decir esas palabras no caía del cielo un rayo que me partiera en mil pedazos en frente de ella, así todas sus palabras caminarían de regreso hasta su boca para dar pie a un infinito mar de lágrimas. Porque sí, estaba seguro… Si me moría ahí, ante sus ojos, sufriría mucho, y ésa sería mi venganza, ¡verla sufrir desde donde fuera que estuviera yo! Pero nada, ni un rayo se asomaba por entre las paredes del departamento y yo tenía que seguir soportando escucharla gritar.

–Ese es tú problema, siempre quieres, pero no haces nada. Sólo quieres, quieres…Me tienes harta con esa palabrita.
–Pero qué qui… –me callé sabiendo que completar esa frase sería pisar una mina estruendosa, pero de esas que no matan, que sólo explotan en mil esquirlas. Si matara…ay, si matara…la hubiera pisado con tantas fuerzas.

Ambos nos quedamos callados por un instante…demasiado largo.

–Tienes razón, esto es suficiente. Ya me voy. –le dije, esperando que mi reacción la acongojara y no me permitiera salir del departamento, pero en cambio me miró como si fuera la primera cosa inteligente que salía de mi boca desde que todo empezó y me sentí totalmente destrozado. Caminé hacia la puerta de salida, donde esperaba encontrar, al menos, un poco de amor propio.
–Llámame cuando llegues a tu casa –me ordenó de repente, justo cuando tomaba con una mano la perilla para salir.
–Sí, amor, como siempre lo hago. No te preocupes.

No podía entrar en mi cabeza que ella, luego de gritarme de la forma que lo había hecho, se preocupara ahora que algo me fuera a pasar en el camino hacia mi casa. ¡Y qué mierda si me pasa algo! ¡Ojalá me pase algo! ¡Ojalá sufra! No yo, ¡ella! Ojalá…

Salí por fin (para ella, no para mí) a la calle y crucé la avenida para llegar hasta mi auto. Nadie me atropelló en el camino. ¡Desgracias que tenía que soportar! Aunque quizás es mejor, pensé, no vaya a ser que no muera en el acto. Abrí la puerta del conductor y encendí el motor. En tanto calentaba la máquina no dejaba de ver la ventana de su cuarto, con la vaga esperanza de que aparezca por ahí para despedirse de mí, así como arrepentida de todo lo que me había dicho. ¡Pero que mierda todo lo que me dijo! ¡Debía de estar molesto! ¿Por qué era tan débil? Por suerte la radio empezó a sonar y como un falso salvavidas me apoyé en 19 días y 500 noches para olvidarme de la pregunta…para no responderla…”lo nuestro duró…”.

Los semáforos, los cruces de calles con avenidas, los locales comerciales ya cerrados, todo Miraflores, en general, iba pasando ante mis ojos y yo sólo los abría en un último esfuerzo antes de llegar a mi casa. Las señales de “Pare” o de reducir la velocidad me llamaban la atención y me preguntaba si no sería mejor continuar la carrera y mantener la velocidad, retando así al destino. El miedo sin embargo, volvía a sentarse a mi lado, para recordarme que era un cobarde, sólo un cobarde. ¡Huevón! –me dije en voz alta en cada esquina en la que me fui deteniendo.

Ya por fin estaba en la recta que daba a mi casa, quería creer que toda esa tortura terminaría al abrir el garaje y prender el televisor, quería, como decía ella, sólo quería. Qué difícil era ella, carajo; bueno, en general todo.

Cuatro cuadras para llegar al 878 y un camión cisterna me seguía a la derecha. Sus llantas eran enormes, casi de la altura de mi pequeño Peugeot y debajo del chasis podía ver un espacio enorme, suficiente para girar e introducir todo mi carrito. ¡Eso es!, pensé; muerte segura. Dos pesadísimas llantas, a toda velocidad sobre mi pequeño 307, serían trágicas. Sólo tendría que tomar aire, una pizca de valor, girar a la derecha con todas mis fuerzas y cerrar los ojos. El resto lo harían esas enormes ruedas de goma gastada.

Dos cuadras para llegar a mi casa, no tenía más tiempo para pensarlo. Adelanté el auto, me mantuve a una perfecta distancia del camión para hacer el giro. Miré hacia adelante, me deleitaba ver el mundo por última vez, poder controlar ese último instante. Decidí –sí lo decidí yo– repasar muy brevemente los hitos de mi vida y al final una imagen de ella brotó como una burbuja desde el fondo del mar. Sonreí imaginándome lo que serían mañana las noticias, las llamadas a su casa, su madre mirándola con cara de desazón, ella sintiéndose culpable, llorando como María Magdalena, lamentando sus palabras y queriendo hablar conmigo por una última vez. El velorio, seguramente, estaría lleno de amigos y de nuevo ella, ¡ay ella!, tan sola entre tanta gente, sintiéndose tan asesina sin poder decírselo a nadie, porque claro, no lo sería finalmente si no se lo contaba a alguien. Todo sería tan triste para ella y yo tan feliz. Por fin, yo por encima de ella. Giré con todas mis fuerzas hacia la derecha el timón de mi Peugeot rojo y cerré los ojos como si me fuera a zambullir en una piscina, las llantas gritaron conscientes de que también morirían y entonces sentí el calor del camión, del estar debajo de él...

Estaba, ¡podía sentir que estaba!, en el centro de un infinito espacio oscuro, con la inmensa paz que sólo el haber girado a la derecha me podía dar. Abrí los ojos con la expectativa de verme dentro de una pintura, rodeado de nubes o, no sé, algo parecido. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando, luego de ver a mi derecha y después a mi izquierda, comprendí que había entrado al garaje de mi casa.

No hay comentarios: