Buscando Espontaneidad
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jueves, 13 de noviembre de 2008
Lágrimas a las 4:40
Y sin siquiera haberlo pensado la casa se hizo de silencio, el humo blanco del que antes nos reíamos ahora parecía deslizarse por las paredes del salón y la mujer de la cual alguna vez nos había hablado parecía caminar entre nosotros.
Todos nos mirábamos, algunos parecían buscar las palabras exactas, mientras otros entendían que el silencio era suficiente declaración sentimental. Yo, sólo lucía afligido, pensante, atento, con los ojos intermitentes de lágrimas que estaban prohibidas de salir y un consuelo en el iris de mi mirada intentaba apaciguar el inagotable llanto de la señora herida.
Las lágrimas no dejaban de cruzar la sala como ríos acaudalados y la fuente de toda el agua provenía del cuarto por el cual yo ya no quería pasar. En él, no se detenían las voces que preguntaban al que no podía responder, “por qué, por qué, por qué…” y un minuto de silencio les decía lo que no querían escuchar; él nos les respondería jamás.
La lluvia que había anunciado a Lima la muerte en la calle San Francisco empezaba a detenerse, el teléfono no paraba de sonar al unísono de los llantos y la enfermera acongojada no dejaba de repetir en su mente la historia de todo lo sucedido.
En qué momento dejó de sonreír, en qué instante no quiso abandonar la cama, por qué ya no quería jugar juegos en sala o sentarse a mirar la tele con la silla volteada hacia él. Qué sucedió que lo dejó adormitado y dónde quedó el hombre que se convencía a si mismo que estaba muy bien. Dónde, preguntaba yo, dónde, preguntaban ellos, dónde, y nadie podía responder.
Las distancias eran cortas de quienes se sentaban junto a nosotros, pero cada uno se sentía más lejos del otro, era como si por un instante hubiéramos olvidado que existíamos en un espacio físico, y nos volvíamos entre respiro y respiro tan sólo pensamientos. Podría apostar que todos intentaban recordar el último momento, la última conversación, el último adiós, pero podría apostar también que nadie se encontraba satisfecho con ese último instante.
Enterado de la noticia, la ciudad blanca buscó entre sus trajes el terno negro que jamás había usado, vistió de él colgándolo entre sus hombros y como una niebla recorrió las calles de piedra hasta llegar a la puerta A-38. En sus manos llevaba una flor blanca, en sus mejillas un par de lágrimas y en el pecho un rosario con el cual estaba seguro de ganarle un espacio en el cielo.
Al entrar pudo ver el jardín, donde las flores empezaban a perder su imponente color amarillo y tomaban de vestido el opaco color de la noche. Mientras tanto, la ventana que revelaba la triste imagen de la sala parecía ser un cuadro de pintura donde ninguna de las figuras se movía y el óleo de nuestras mejillas parecía derretirse por las lágrimas que no dejaban de brotar.
El tiempo, detenido a las 4:40, volvía a caminar, en el mismo instante que nuestros rostros reflejaban mayor edad de la que habíamos tenido al amanecer. Yo, mientras tanto, seguía luciendo afligido, pensante, atento, con los ojos intermitentes de lágrimas que estaban prohibidas de salir y en mis manos sostenía el libro que hace una semana le había prometido dar para leer, el jugo de limón que en verdad era de jamaica pero sabía a tamarindo y la torta de cartón que tanto quería tener para un cumpleaños donde el fuego de las velas jamas podrá apagarse.
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