Buscando Espontaneidad

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lunes, 31 de mayo de 2010

La Mujer Casada Con Nadie


Me cepillaba el cabello una y otra vez, mientras lo veía por el espejo que tenía frente a mí. Seguía sentado en la silla mecedora mirando la televisión, con aquellos ojos que ya no le pertenecían, ni me pertenecían. Me preguntaba qué veía, o si pensaba algo mientras creía ver la pantalla, o si simplemente aparentaba ver, pensar, querer cuando en verdad por momentos ya no había nada dentro de él.

Había que darle de comer a las nueve, a la una, a las cinco y a las ocho. Había que hacerle acordar que ya había comido y que por ello no tenía razón de seguir hambriento. Inclusive, lo tenía que convencer que no había dormido, porque si no lo hacía seguiría despierto quién sabe cuántos días. Su única preocupación era llamar a su madre, ya hace tanto fallecida. Me lo pedía insistentemente mientras me llamaba “señora”.

-          “Oye...”.
-          “¿Sí?” .- Le respondí mientras seguía cepillándome el cabello.
-          “¿A dónde te fuiste?”.
-          “¿Yo? No me he ido a ningún lado”.- Le respondí sin mentir.
-          “Ah...”.- me respondió brevemente, mientras se abstraía nuevamente en la televisión, como si fingiera haber visto algo interesante en la pantalla.

Cincuenta y tres veces ya me iba cepillando el cabello mientras él seguía viendo las imágenes continuas del aparato antiguo, y es que yo no quería detenerme. Estar sentada frente al espejo viendo mi reflejo con un cepillo en mi cabeza me llevaba inevitablemente al principio de mi matrimonio, ha aquellos días en los cuales los besos que me daba Eduardo solo se detenían brevemente a la hora de sentarme a alisarme el cabello. Como hace años él veía la televisión mientras tanto, sin embargo, la situación hoy día no era la misma de hace tanto.

-“Has cambiado tanto”- le recriminaba al principio. Él no entendía por qué sucedía y yo tampoco lo entendía. Nos peleábamos demasiado. Poco a poco Eduardo empezó a entender lo qué le sucedía, y le preocupaba de tal manera que, como todos los hombres, no fue materia de conversación en la mesa. Sin embargo, el día que todo cambió fue cuando salió a comprar una cajetilla de cigarros a la bodega y de regreso se había olvidado cómo llegar a la casa. Por suerte, Mario –el bodeguero- se dio cuenta y como no dándole importancia al asunto, lo acompañó hasta la puerta de la casa.

Ya llevaba casi setenta y siete alisadas de cabello, y el atractivo hombre que me acompañaba desde mis veintitrés años ahora era un mueble baboso. Tantas veces use ese adjetivo para recriminar sus desatenciones hacia mí, pero hoy lo utilizaba como descripción gráfica de quien me acompañaba sin estar presente.

Mientras iban casi ochenta y nueve alisadas de cabello recordaba las palabras del sacerdote que nos casó; “…en la muerte y en la enfermedad…”. Ambos juramos ilusionados que sí, que sucediera lo que sucediera siempre estaríamos juntos, enfrentaríamos cualquier embate del destino. Sin embargo, esta enfermedad era distinta, en esta enfermedad Eduardo me había dejado sola. Yo solo quería que todo terminara.

Ciento un cepilladas y mi pelo parecía tener nervios, y es que sentía un pequeño dolor en la cabeza, pero también en las manos y también en el pecho. Seguía mirando a Eduardo por el espejo frente a mí. Él parecía acongojado, como si algo hubiera entrado repentinamente en el cuarto. Me miró, me intentó hablar. Volteó hacia la puerta y balbuceó sin sentido alguno. Con sus manos se tomó el cuello. Me volvió a mirar. Quería decirme algo. Yo aparenté no verlo, no exaltarme. Solo lo miraba con el rabillo del ojo mientras el rubor de sus mejillas parecía cambiar de color. Sus ojos se dilataban mientras veía el espejo que yo también veía.

Seguía intentado decirme algo. Yo llevaba ciento quince cepilladas mientras él varios segundos sin respirar. Yo no lo quería mirar. Yo intentaba concentrarme en mi sedoso cabello, pero los segundos pasaban y los recuerdos –gratos e ingratos de mi matrimonio- me golpeaban con cada brochazo del cepillo como banderillas de torero. La intriga me mataba, y desconozco que lo mataba él, pero parecía morir, parecía ahogarse sin entender qué sucedía. Aguanté la respiración como si me fuera sumergir en el agua y miré por el espejo nuevamente a Eduardo. Él me veía, pero ahora con ojos que sí eran suyos, parecía acordarse de todo, haber fingido siempre. Cuando abrí la boca de un susto él cerró la suya. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿osea que se mató para que ella no sufra? me ha gustado mucho el cuento.

Renzo dijo...

Cada uno puede terminar la historia a su manera! (mi final es un secreto, jaja) Gracias por decirme que te gusto! Un abrazo.

Paola dijo...

Ahora si soy yo! Pero cuentame tu final pe