Buscando Espontaneidad

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domingo, 8 de agosto de 2010

Habitación 303; Lima




Miraba como ido el hall del hotel, esperando impaciente las llaves de la habitación. La recepcionista ya llevaba tres minutos sin mostrar señales de vida y ella, aún en el auto, buscaba en mi mirada la complicidad que le dijera que ya podía salir.

“Habitación 303” me dijo la señorita detrás del mostrador mientras se acercaba a mí. Presionó una y otra tecla en su ordenador, imprimió un papel que no era de mi interés y tomó con sus manos las llaves que pendían de un aparador. Me las entregó. Yo las tomé. Sin embargo, el nudo en mi garganta continuaba.  

Ella cerró la puerta del auto. Le dio las llaves al botones y cruzó el umbral que dividía el frío lunes de Lima del edificio atemporal que nos cobijaba. Cruzó delante mío y aparentó no conocerme. Llegó hasta la puerta del ascensor, se paró frente a él y volteó para verme. Su mano izquierda amenazaba con apretar el botón del segundo piso y ante mi muda negativa subió sus dedos hasta alcanzar el tercero. Asentí. Lo presionó y esperamos.

El sonido del arribo del ascensor me tomó de sorpresa; mirando hacia al lado opuesto. Giré la cabeza y la vi adentro, esperándome con la mirada enterrada en el piso. Aceleré el paso, llegué a la puerta del ascensor y entré. Ella no me miró. Yo lo hice por solo un segundo.

El ascenso se hacía interminable. Intentaba tocar con mis dedos los suyos. Era muy riesgoso me había dicho antes de salir del auto. Evité tocarla entonces. No quería hacerla sentir incómoda. Además, tenía un nudo en la garganta que continuaba acentuando mi malestar.

Ya nos acercábamos a la puerta de la habitación 303. En el trayecto del ascensor a la habitación no había sucedido nada. No nos conocíamos; tal como habíamos acordado. Al llegar a la habitación detuve mi paso, mientras ella continuó el suyo. Introduje la llave en la ranura, ella disminuyó la velocidad. Se abrió la puerta. Ella se detuvo. Entré a la habitación. Ella se demoró en entrar.

La luz aún continuaba apagada y podía ver su silueta abriéndose paso en la habitación. La tomé de las manos, la acerqué a mí. Su cintura tocaba la mía y mis manos empezaron a subir desde su espalda hasta tocar su rostro. La noche pareció iluminarse porque nos veíamos perfectamente el uno al otro. Reconocí su miedo y ella el nudo en mi garganta. Sonrío con aires de complicidad y viendo esa mueca enternecedora me acordé del por qué estábamos ahí.

Le besé las manos, la frente y las orejas con tal velocidad que hacía parecer que alguien había girado un reloj de arena marcando el tiempo para nosotros. Sus labios se escabulleron entre sus mejillas cuando las besaba y me fue imposible no besarlos también. Ello desencadenó entre nosotros la pasión inagotable y sin embargo un nudo en mi garganta seguía haciéndose sentir.

 La tomé de la espalda con los brazos entre las axilas. La eché en la cama mientras mi cuerpo caía ansioso sobre ella. Mis besos eran actos intermitentes entre cada cosa que hacíamos y sus manos se aferraban a mi espalda como no dejándose caer.

Hicimos el amor con la complicidad de las sábanas. Las ganas de sentirnos el uno al otro nos mataban y destruían a su vez el poco tiempo que nos quedaba juntos. Todo se había vuelto una pasión ascendente, unos sollozos incontrolados, sonidos incandescentes…el nudo en mi garganta…simplemente…ya no lo sentía. Sin embargo, en el éxtasis de nuestro momento, pude imaginar mientras enterraba mi cabeza en su cuello, el castillo construido a kilómetros de distancia desmoronándose sin control, su rostro durmiendo pasiblemente sobre la almohada, sin suponer que todo había acabado ya.