Buscando Espontaneidad

renzoarbocco@gmail.com

domingo, 1 de mayo de 2011

Noticias Matinales


Una tibia mañana de domingo, Eduardo despertó de una larga noche de sueños y semi-conciencias. Se paró de la cama destendida, miró el reloj digital que se apoyaba en la mesa de noche y dio pie a la rutina de todas las mañanas: ambos pies en la alfombra, erección del torso, unísono crujir de huesos, deslizamiento –casi en rueditas– hasta el baño ubicado frente a su habitación y limpieza de dientes amarillos y boca apestosa bajo la modalidad de piloto automático. En el cuarto de baño, mientras Eduardo se veía en el espejo con un cepillo en la boca, el agua fría brotaba del caño como una catarata a escala, para luego dirigirse en una danza amorfa hacia unas palmas de manos que, unidas, creaban en medio del aire una pequeña laguna llena de filtraciones que iría a dar luego sobre un rostro, dentro de una boca, al lado de unas orejas, por debajo de unos cabellos, por encima de un cuello.

Un poco más repuesto, Eduardo se dirigió a la cocina y puso a cocinar en un horno pequeño unos panes de ayer, o quizás de anteayer, abrió la refrigeradora de par en par y se agachó a repasar sus opciones quita-sed: jugo de naranja, yogurt, jugo de naranja, leche, jugo de naranja, jugo de toronja, no le gusta la toronja, jugo de naranja, no tiene ganas de yogurt, jugo de naranja, la leche no se ve bien, –será jugo de naranja –se dijo a sí mismo mientras tomaba la botella con las manos para después tomarla con la boca, con el esófago, con el estómago, con el intestino (delgado y luego el grueso)…chau por el ano.

Entre tanto calentaban los panecillos en el horno, Eduardo caminó a la mesa de la sala donde aún dormía el periódico del día. Susana, la muchacha de la casa, seguramente lo había dejado para él y es que cómo no iba a ser así, si ella era la encargada de los quehaceres vespertinos, su representante en ese mundo del cual él sólo podía imaginar con los ojos cerrados mientras Susana, al pie de la cama, se lo contaba: relojes que marcan las seis de la mañana, palomas que zurean en su camino a la panadería, cielos brumosos, olores a humedad, asfalto empapado, panaderías que sólo aceptan sencillo, un señor mayor que vende tamales, otro señor sin dedos que vende los periódicos, periódicos de todo tipo, yo sólo quiero un tipo, ella siempre lo compra, ocasionalmente hay vuelto.

Eduardo sonreía porque se sorprendía de cuánto era capaz de divagar por las mañanas antes de realizar siquiera una acción. Tomó el periódico y se sentó sobre el sillón de la sala. Prendió la televisión y no pudo volver a ver su diario sino hasta que encontró un canal de noticias de panelistas lo suficientemente respetables como para que se sentaran con él al desayuno. Volvió al periódico, y como todos (o al menos todos en un universo determinado), lo empezó a leer de atrás para adelante. El periódico también era como todos (pero esta vez de un universo aún mayor) y tenía en la parte final la sección de obituarios. –Veamos quién habrá fallecido ayer –se dijo mientras empezaba a repasar los nombres de los muertos.  

DEFUNCIÓN
(…)
Los hijos, hijos políticos y demás familiares de quien en vida fue la Señora:
CARMEN ROMINA BALAREZO DE DÁVILA
(Q.E.P.D.)
Cumplen con el penoso deber de participar su sensible fallecimiento acaecido el día 30 del presente, confortada con los auxilios de nuestra Santa Religión.
(…)”.

–¡No puede ser! –comentó Eduardo alarmado a la sala vacía mientras sus ojos se desorbitaban. Se puso de pie bruscamente, caminó diecisiete pasos hacia la pared que tenía en frente y tomó el manófono del teléfono que mudo no sabía aún qué ocurría. La línea empezó a sonar como suena el hacer una llamada. Nadie contestó. Con las manos sudando a gotones volvió a intentar. Eduardo pudo escuchar por cinco segundos un ruido monótono antes de percatarse que alguien descolgaba el teléfono del otro lado.

–¿Aló? –dijo una voz de mujer a kilómetros de distancia.–¿Quién es?
–Aló, con la señora de Dávila por favor –requirió la voz de Eduardo, ansiosa y preocupada.
–Ella habla, ¿quién es?
–Soy yo Carmencita, ¡Eduardo! ¿Has visto la noticia que ha salido en el periódico de hoy día?
–¡Ay Eduardito!, no eres el primero que llama hoy. Pero no te preocupes, estoy muy bien. Tú sabes que los periódicos inventan.
–Sí, ten por seguro que lo sé, pero, ¿hasta tal punto Carmencita?
–Imagínate Eduardito –dijo la voz de la mujer, y su voz sonaba a señora de cincuentaitantos años, viuda de Jorge Dávila Santibañez, adinerada, metiche, con tres hijos y sin nietos.
–Pero es que no entiendo Carmencita, debemos urgente identificar al editor que permitió esta sandez y averiguar los motivos –dijo Eduardo todavía incrédulo.
–Es por la herencia papito, ¿por qué otra cosa podría ser? Todo empieza por un rumor, se condice con una nota periodística, las personas lo leen, lo asumen y ya está: me mataron Eduardito.
–¡Si es cierto lo que me dices, son unos asesinos esos hijos tuyos!
–¡Dímelo a mí! Lo peor es que se han valido de sus influencias en el diario para la publicación.
–Es que parece tan real la noticia –dijo Eduardo mientras se tomaba con una mano la sien y recordaba alarmado que no había apagado el horno.
–Te repito, dímelo a mí. Mi empleada se ha pasado la mañana mirándome con extrañeza y hace un momento se le ha ocurrido pedirme que le pague por adelantado el mes, porque “no quiere arriesgarse”. –comentó la señora de Dávila al teléfono justo cuando Eduardo se alejaba para apagar el horno.

–Perdón no te escuché, ¿qué me decías? –dijo Eduardo al retomar la conversación.
–Nada, nada. –lamentó la señora de Dávila, quien se distraía mirando una telenovela por televisión.
–Bueno, si estás bien no te molesto más. Me dejas más tranquilo. Pero te repito, ¡qué barbaridad la de tus hijos!
–Sí Eduardito, pero no hagas más hígado del asunto y vuelve a tus quehaceres, ya nos estaremos viendo y te contaré en qué quedo este teatrillo de la prensa.
–Está bien Carmencita –dijo Eduardo acercándose al teléfono para colgarlo. Nos vemos entonces. Cuídate por favor.
–Sí Eduardito. Tú no te preocupes. Confía que todo está bien. Nos vemos, adiós.
–Adiós –respondió Eduardo, pero se quedó con la sensación que su despedida no había sido escuchada por la señora Carmen.

Eduardo colgó el teléfono con una mano y se acercó a los panes quemados que había sacado del horno. Los tocó con suavidad mientras pensaba en lo que acababa de suceder. Volvió al sillón a paso lento y se quedó pasmado viendo la televisión. Imágenes de la señora de Dávila pasaron frente a él, interrumpiéndole la noticia sobre un joven que degolló a su pareja en el distrito de Carabayllo. Intentó recordar a sus hijos pero creía nunca haberlos conocido en persona, sin embargo, su mente empezó a asociar rostros ajenos con la de los hijos, rostros que nada tenían que ver con los asesinos de la señora de Dávila. Sonrío una vez más por tanto divagar, retomó la noticia del joven degollador de Carabayllo y sostuvo el periódico nuevamente entre sus piernas.

Lo repasó un minuto más, de atrás para adelante, y se detuvo en el escandaloso obituario. Lo vio por unos segundos, contempló los detalles bien logrados del mensaje, la aparente sincera condolencia de los familiares, el rostro sonriente de la señora de Dávila en la fotografía, como si fuera el rostro alegre de un muerto que nos dice que ahora está mucho mejor. Leyó en voz alta la fecha, dio una última mirada “macro” (o como se diga) y pasó la página. Continuó leyendo el periódico, hoja tras hoja, sección tras sección hasta llegar a la primera plana. La hojeó brevemente y luego lanzó la edición sobre la mesa de vidrio; el golpe casi no hizo sonido. Se paró del sillón y fue a tomar la guía telefónica. Buscó una palabra dentro de la sección “f” del índice, la ubicó entre las páginas 219 y 221, se acercó al teléfono y lo tomó sin descolgarlo. Se quedó unos instantes con la vista fija en el techo, parecía estar pensando qué decir, luego descolgó el manófono y marcó siete dígitos. Esperó que alguien contestara.

–¿Aló? ¿La florería Sirius? –dijo Eduardo a una encargada de la tienda que había tomado la llamada.
–Sí, que tal, mire quería pedir una lágrima florar para la siguiente dirección. Sí, anote por favor. Avenida La Floresta 214, La Molina, Lima. –Por favor, que la tarjeta diga “Nuestro más sentido pésame. Atentamente, Familia Navarro” –.

No hay comentarios: