Yo sé que algunas cosas nunca pueden dejar de
pertenecerle a las mujeres que alguna vez he amado; por ejemplo su perfume o sus
canciones. Y es que cómo poder permitirle a Valeria que huela igual que Lorena,
cuando sólo Lorena tenía (o podía tener) ese olor a vainilla. Cómo dejar de
pensar en Claudia, aunque ya no la amo, cuando entrando al local de un banco,
una mujer pasa llevando su perfume. Les juro que es como sentirme arrancado hacia
atrás por una mano, que en una ráfaga de segundo me lleva hacia el pasado,
hasta el primer día en que su pequeño olor se clavó por siempre en mi nariz. Es
como si esa fragancia le haya dejado de pertenecer a Ralph Lauren o a Yves
Saint Laurent para identificar por siempre sólo a ella. Debo aceptar que ahora,
cuando siento que hace mucho que no veo a Claudia, pienso si seguirá oliendo
igual, y me gusta sentarme en un sillón, cerrar los ojos e imaginarme a los dos
de nuevo bailando, con nuestras cabezas unidas como dos siameses felices de
estar así, respirando el bendito componente con el crearon ese perfume, seguramente,
en algún lugar de París. No puedo negar que el recuerdo de ese olor es como una
burbuja en mi cabeza, un espacio de aire encapsulado que todavía conserva un poco
de lo que sentía por Claudia, al menos el recuerdo del sentimiento (que tiende
a saber mejor que el sentimiento mismo).
Algo parecido me sucede con las canciones. Y tú
sabes, ¡son cinco minutos de melodía que embalsaman mujeres! ¡Es increíble!
Cada canción captura un momento, una persona. No importa si terminamos mal, o
si ella está con otro chico, o quién sabe. Cada vez que suena una línea de una
canción que era de Lorena o de Claudia, vuelvo –al menos por un instante– a
sentir todo de nuevo, pero ahora somos el espacio vacío y yo, mirándonos como
antes lo hacíamos los dos.
Hoy que les cuento todo esto, me pregunto si yo
también soy un olor para ellas, si ellas también se acuerdan de mí por alguna
canción. Seguramente que sí, seguramente…
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