Buscando Espontaneidad

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miércoles, 26 de diciembre de 2007

Alberto Delarrieu


“Mis palabras, duras y blandas, tan lejos de ser frías y tan cerca de ser tuyas, son siempre tan mías…” escribía así, pausado, en una servilleta de papel Alberto Delarrieu.
Su rostro parecía pálido, sus manos amarillentas, cómplices del cigarrillo, y un callo en la mano derecha se enrojecía al clavar torpemente una y otra vez sobre el papel su fina pluma que muchas noches supo servir de catarsis al endeble escritor.

Una sombra cubría su sitio y para muchas personas en ese recinto, Alberto no existía...


Bueno, dejemos de lado a este absurdo narrador que sólo cumple de obstáculo entre tú y yo, yo soy Alberto Delarrieu, apellido raro dirán, mis padres se jactaron siempre que era un apellido distinguido, pero de qué servía si me alimentaban únicamente de miseria y de pensamientos pesimistas.

Tengo el don de escribir, y aunque para muchos es una cualidad magnífica y envidiable, para mí, es mi condena… déjame explicarte;

Cada historia que robo de aquellas personas que se cruzan en mi vida sin siquiera notarme, siendo yo un espectador de lejos que muchas veces crea una vida ficticia a un personaje real del cual nunca conoceré más de aquello de lo que mis ojos pueden percibir y mi oído, ya no tan fino, logra entresacar de aquellas conversaciones mundanas con el camarada de al lado, se vuelven mis propias historias, mis propios demonios, mi pasado, mi presente y mi horrible futuro. Tengo el don de llevar las palabras al ludo más sublime, siempre y cuando éstas lleven al destino más triste.

Sí, nunca supe escribir sobre ser feliz, ¿culpar a mis padres de ésto? No, sería darles mucho mérito, ellos sólo sirvieron de música de fondo a una triste vida que aún cargo en mis hombros y que quizás sin ella nunca hubiera conocido a las infinitas palabras.

“…Fui tan fino para hablarte y tan dulce para amarte y aun así nunca fuiste mía, pero dime ¿Qué paso? Es que acaso te arrastré por el camino de la desdicha de mis palabras malditas, o es que acaso, tú, mujer, oasis de mi triste vida, nunca supiste amarme…”.


Por primera vez Delarrieu hablaba de su propia vida, de su propia historia, escrita en una servilleta por el miedo a tener más espacio para volcar sus palabras y sangrar sus desdichas.

Vuelves a caer en lo mismo, necesitas de este tercero que te narre mi vida y describa mis fachas cuando me tienes a mí, quien mejor que yo para que te hable de mí.
Soy un hombre común, quizás no tan alejado de como eres tú. Mi rostro redondo por culpa de mis cachetes y mis ojeras pronunciadas han sido mis compañeros durante toda mi vida, esta maldita calvicie que al más estilo de Napoleón empieza a conquistar toda mi Europa no crea en mi complejos mas sí ganas por nunca salir de esta sombra que me protege del ejercito maldito que es ahora para mi el sol.
Mis labios quizás no tan pronunciados muestran marcas de aquellos cigarrillos consumidos que besaron mi boca cuando la inspiración me alejó de todo y mi naríz, es como cualquier naríz, nunca te detendrías a fijarte en mi naríz.
Mis ojos son café, pero nunca te darás cuenta, tengo los parpados más cansados y las arrugas más marcadas y mis ojos, ya no tienen esa luz.

“…me olvido de ti aunque no quiera y aunque tú tampoco quieras me alejo de ti, no entiendo ahora tu mente confusa, tu ojos de musa y tu nombre, como me duele tu nombre”.

Y así terminaba el poema, frustrado por el límite de una servilleta, y así terminaba la pena de un escritor, frustrado por un amor al que le habían arrancado las ganas de vivir y cultivado el deseo de morir.

Si, es así como nunca más hable de ella y dejé la servilleta en un pantalón que nunca más me puse, y en un recuerdo que nunca más recordé, pues de qué me sirve salpicar de tristeza mi vida ya miserable si al final ella será tan sólo gotas en este charco de sangre que dejan mis palabras y yo siempre seré el cuerpo caído, la cosa entera, lo que nunca se secará, y mis palabras serán mi eternidad, mi huella, mi lodo.

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