Las calles de la Av. Benavides lucían oscuras una noche en la que los faroles de la misma habían decidido no servir. En ellas- entre la niebla y el mal olor de las bolsas de basura dejadas al pie de la pista para ser recogida por el recolector de basura- caminaba una pareja; un hombre y una mujer.
La mujer iba un poco más adelante, con los brazos cruzados y el pelo recogido, él le miraba la nuca y tenía el rostro perplejo. Intentaba alcanzarla pero la indiferencia se podía oler entre la basura de la calle, y aunque la llamara ella no volteaba.
Mientras seguían caminando él se distraía mirando las calles que cruzaban la avenida. Lucían oscuras, desoladas, huérfanas de luz de luna y sobre todo sin ella. Volvía a mirar hacia delante y aún estaba ella, distante y enojada, pero al menos estaba ella. No la perdía de vista, le decía que la amaba pero llevaban sus palabras un tufillo de culpa.
Ella no hablaba, ni siquiera volteaba a mirar a un lado, ella sólo dejaba a la vista la espalda de su cuerpo, erguida y orgullosa, firme en cada paso andado. Él no mostraba firmeza, sus pasos ni siquiera eran constantes, a veces se detenía pensando si seguir o entrar en alguna calle, pero sabía las consecuencias que ello traería. Él no quería perderse, no quería perderla.
Las calles que cruzaban la avenida de su relación eran la soledad en persona, la imagen perfecta de la noche que le decía – “no sabes que hay más adelante, pero sabes que aquí no estará ella”, y él, atónito como hablando con un fantasma, veía y no decía nada. No podía quedarse atrás, no la podía perder de vista, nada estaba dicho aún.
Ella dejaba de ser ella para él, y se convertía en una sombra, alguien a la que seguía y no sabía por qué. Era una silueta que lo tenía hipnotizado, un perfume que lo mantenía drogado, y una voz, que aunque no escuchaba, le resonaba en la mente.
No podía secuestrar sus manos pues eran bien resguardas entre brazos y pechos, y ella estaba ahora tan lejos que él ya no podía hablarle. Corrió, fue un último respiro por ella, y cuando la alcanzó, entre bocanadas de aire le dijo:
“No te vayas, no sigas caminando, no en dirección opuesta a mí, no me dejes por favor”
Cuando se dio cuenta, él ya estaba en una calle que cruzaba la avenida, una calle donde ella no estaba, donde ella no lo iba escuchar, donde ya no había por donde volver. Se arrodilló, vio a su alrededor, todo era oscuro, lo abrazó la incertidumbre, y cuando agachó la cabeza cerrando los ojos contra la pista, algo lo atormentó:
Ella seguía en su cabeza.
La mujer iba un poco más adelante, con los brazos cruzados y el pelo recogido, él le miraba la nuca y tenía el rostro perplejo. Intentaba alcanzarla pero la indiferencia se podía oler entre la basura de la calle, y aunque la llamara ella no volteaba.
Mientras seguían caminando él se distraía mirando las calles que cruzaban la avenida. Lucían oscuras, desoladas, huérfanas de luz de luna y sobre todo sin ella. Volvía a mirar hacia delante y aún estaba ella, distante y enojada, pero al menos estaba ella. No la perdía de vista, le decía que la amaba pero llevaban sus palabras un tufillo de culpa.
Ella no hablaba, ni siquiera volteaba a mirar a un lado, ella sólo dejaba a la vista la espalda de su cuerpo, erguida y orgullosa, firme en cada paso andado. Él no mostraba firmeza, sus pasos ni siquiera eran constantes, a veces se detenía pensando si seguir o entrar en alguna calle, pero sabía las consecuencias que ello traería. Él no quería perderse, no quería perderla.
Las calles que cruzaban la avenida de su relación eran la soledad en persona, la imagen perfecta de la noche que le decía – “no sabes que hay más adelante, pero sabes que aquí no estará ella”, y él, atónito como hablando con un fantasma, veía y no decía nada. No podía quedarse atrás, no la podía perder de vista, nada estaba dicho aún.
Ella dejaba de ser ella para él, y se convertía en una sombra, alguien a la que seguía y no sabía por qué. Era una silueta que lo tenía hipnotizado, un perfume que lo mantenía drogado, y una voz, que aunque no escuchaba, le resonaba en la mente.
No podía secuestrar sus manos pues eran bien resguardas entre brazos y pechos, y ella estaba ahora tan lejos que él ya no podía hablarle. Corrió, fue un último respiro por ella, y cuando la alcanzó, entre bocanadas de aire le dijo:
“No te vayas, no sigas caminando, no en dirección opuesta a mí, no me dejes por favor”
Cuando se dio cuenta, él ya estaba en una calle que cruzaba la avenida, una calle donde ella no estaba, donde ella no lo iba escuchar, donde ya no había por donde volver. Se arrodilló, vio a su alrededor, todo era oscuro, lo abrazó la incertidumbre, y cuando agachó la cabeza cerrando los ojos contra la pista, algo lo atormentó:
Ella seguía en su cabeza.
4 comentarios:
Y de ahi dicen q es facil sacarse a las mujeres de la cabeza tss, ta chevere hermanito
por quien lo dices? jajaja
a no ps, este anonimo se quiere pasar de sapo jaja
me peguè.
Publicar un comentario