Buscando Espontaneidad

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lunes, 24 de agosto de 2009

La mujer de las sonrisas dolorosas



Estaba atado a la silla de madera que descansaba en el medio de su sala. Podía sentir en mis muñecas como la soga quemaba cada vez que intentaba escaparme, al mismo tiempo que los rebeldes de los dedos de mis pies hacían un amotinamiento sin saber que mis tobillos también estaban encerrados entre las fibras de color ocre.
 
Me movía de un lado para el otro pero sólo lograba cansarme y poco a poco sentía desvanecerme, perder la conciencia, mientras que la soga, mientras que la silla, mientras que la habitación y las paredes seguían ahí, burlándose de mí.

De repente entró ella, y fue como si no hubiera habido jamás una puerta entre nosotros. Me miró con una breve sonrisa entre las mejillas y me rodeó lentamente. Parecía estar aún planeando qué hacer conmigo.
Decidida a intentar lo que yo no sabía que intentaría, se sentó en mis piernas, me arrancó la camisa y se burló de mí. Ella no dejaba de reír y me tocaba a su antojo el pecho desnudo. Pero a mí me dolían sus manos, me dolían sus caricias…

No contenta con mi cuerpo entre sus manos, ella decidió seguir su camino. Se aferró a mi pecho y me arrancó el disfraz que me hacía persona frente a los demás. Me dejó desnudo y sin piel para siquiera sonrojarme.
Ahí estaba yo, una materia de huesos que encubrían quince órganos los cuales ya no importaban para nada. Mientras tanto, ella se seguía riendo y me miraba con esa sonrisa traviesa del inicio. Pero a mí me dolían todavía sus manos y me dolían todavía sus caricias…

Aún no estaba vencido, creía yo, aún mis costillas hacían guardia a esa mujer que no paraba de sonreír mientras me torturaba la vida. Pero al parecer ya todo estaba dicho.

Se acercó a mi mejilla izquierda y me dio un beso; como el beso de Judas Iscariote. Tomó con ambas manos cada costilla de mi cuerpo y tiró para los lados opuestos al mismo instante que yo empecé a gritar de dolor. Y es que me dolían tanto sus manos y me dolían tanto sus caricias…

Ahí estaba yo, sin quedar nada de mí. Sólo permanecía en la silla de madera un estropajo de restos humanos y un corazón a la intemperie. Ella volvió a sonreír a lo que habían sido mis ojos y con sus manos mortales tomó mi corazón…pero eso no me dolió, eso no me quemó, eso no lo hizo con fuerza…eso me hizo sentir feliz, enamorado, saciado…como si mi corazón siempre hubiera querido sus manos y ella siempre lo hubiera sabido.

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