Buscando Espontaneidad

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lunes, 15 de noviembre de 2010

La Previa

Todos seguían calentando en el camerino del pequeño Estadio que quedaba entre la 3 y 4 de la avenida El Derby, ahí por Santiago de Surco, por el Hipódromo. Todos ejecutaban de manera dispar movimientos cuyo único fin era el de estirar los lánguidos y aletargados músculos, que luego de tantas horas de trabajo no comprendían aún por qué se les exponía a semejante prueba de esfuerzo.
El 9 remataba de forma intermitente a una pelota invisible a la altura de su cabeza. Primero el pie derecho, luego el izquierdo, después el pie derecho, luego nuevamente el izquierdo y así sucesivamente.

El 20 caminaba en círculos mientras, de manera intencional, generaba espasmos en sus piernas, dando la impresión de querer botar hormigas, que atrevidas, habían escalado desde sus pies hasta alcanzar sus pantorrillas. El 4, de cuclillas, no quería hablar, se estiraba primero a la izquierda y luego a la derecha, sentándose luego sobre la loza friolenta; bajó la cabeza y se hechó a rezar (claro que nadie sabía si efectivamente rezaba o si quiera si sabía rezar).

El 7 se acercó al 11 y le preguntó a solapadamente, mientras ambos seguían amasando sus músculos, qué opinaba él sobre la duda que lo tenía pensando desde anoche. El 11 le respondió casi furioso que qué pregunta era esa y como si no tuviera más ganas de seguir conversando se fue a trotar por donde crecía la verja.

El 8 notó la molestia del 11 y se acercó al 7 a preguntarle qué había sucedido. El 7 le contó lo ocurrido y furioso también el 8 al escuchar al 7, tomó su maletín que todavía dormía entre sus piernas y se fue a los baños a mojarse el rostro ligeramente sudado.

El 7, luego de dos episodios incómodos, comprendió que su equipo no quería escuchar su pregunta, y menos querían responderla, por lo que atinó a no conversar más sobre el asunto. Sin embargo, era muy amigo del 9, por lo que pasado un rato volvió a formular la misma duda pero ahora a él, fundamentando su osadía en la llamada “confianza de amigos” que tanto le habían enseñado a aprovechar.

El 9 no podía creer lo que escuchaba, y como un pecado de confidente (y de impertinente) no dudó en decírselo al 23, quien no tan amigo del 7, se ofendió muchísimo y se fue a estirar los brazos, no sin antes balbucear entre masticadas de chicle gastado su deseo de estamparle cuatro nudillos en el maxilar del 7. El 7 no dijo nada y se sintió fuertemente reprobado por el 9, el 23, el 11 y el 8.

La situación era cada vez más incómoda, y la hora de entrar al campo parecía ahora casi un parto. El 7 no dejaba de mirar el reloj de aguja que colgaba en el centro del baño, y aparentando estirar con la cabeza hacia abajo, podía sentir como ahora el 19, el 17, el 5 y el 10 caminaban a su lado, pasaban con sus ruidosos toperoles contra la loza, esos puntos metalizados que parecían despreciarlo, como si apestará, como si estuviera sentado sobre un charco de orina. Pensó, acertadamente, que seguramente el 9, el 23, el 11 o el 8 ya habían ido con la noticia sobre su inoportuna pregunta.

El Director Técnico del equipo apareció caminando en lo que hasta ese momento se había vuelto un mar de inquietudes. Como era un mal Director Técnico, no lo intuyó y animoso porque tenía algo que hacer después del partido, llamó a sus dirigidos para alinearse en la boca central de la cancha, que como una fuerte gastritis, rugía sin tregua alguna.

Primero se paró el 10 (el capitán); detrás suyo venía el 20; el 23 los cubría a ambos; el 9 era el cuarto de la fila, luego vino una serie de números del 1 al 30 (no todos los números, solo algunos); y atrás – como relegado – el 7, que incómodo antes de salir a jugar, podía ver en los ojos de todos sus compañeros, que la misma duda flotaba entre ellos como un vaho denso que se hacía cada minuto más solido, más tangible.

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