Buscando Espontaneidad

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lunes, 2 de abril de 2012

Ajustando Cuentas


 
Tocaron a la puerta cuando Mauricio y yo mirábamos la televisión sentados en la sala del departamento. Mauricio primero miró extrañado la puerta de madera que acababa de sonar y luego me vio a mí como diciendo ''¿quién será a esta hora?''. Se paró del sofá y se acercó hacia la puerta. Tomó la perilla para abrirla pero pareció arrepentirse de lo que estaba a punto de hacer. Yo también me puse de pie y me acerqué junto con él al recibidor de la casa. Él revolvió las cosas desordenadas que se habían dejado sobre la mesa de vidrio. Se detuvo cuando por fin encontró su pistola escondida debajo de unos periódicos viejos. La rastrilló y la escondió con una de sus manos detrás de su cintura. Volvió hasta la puerta y la abrió lentamente. Yo me acerqué cuando la puerta se abría y encontré en el pasillo a un hombre alto y de poco pelo con un saco negro y largo. Olía mucho a tabaco y todo él estaba lleno de pelos de perro. Mauricio lo miró y le preguntó ''¿qué haces acá?''.

–Vengo a que me pagues.

–No tengo nada ahorita –le respondió y empuñó con más fuerzas el arma que llevaba detrás suyo.

–No bromees con eso Magucho. Ya esperé bastante por ese dinero y quiero que me lo pagues hoy día. Sabes que a mí no me gustan las tonterías.

–Pero no puedes venir aquí a las dos de la mañana y esperar que tenga el dinero, Pepe. Déjame hasta mañana al menos –le dijo Mauricio ante mi atenta mirada desde la mesa que se sentaba frente a la puerta donde conversaban.

-¿Mañana no? –le preguntó el señor de saco oscuro y cara redonda.

-Sí, por favor. Mañana.

El hombre sonrió mirando a Mauricio a los ojos, y le dijo ''hasta mañana entonces''. Mauricio parecía que volvía a respirar aliviado cuando se volteó hacia mí. Yo me quise acercar a él pero justo mientras cruzaba el recibidor ambos escuchamos como la voz del mismo señor de bigotes oscuros le decía a alguien ''encárguense, que el pendejo no quiere pagar y mañana sale de viaje''. Los ojos de Mauricio se encendieron como faros de un auto y no alcanzó a empuñar nuevamente su revólver cuando tres hombres armados entraron por la puerta del departamento.

Los hombres no hicieron ningún sonido y sólo volvieron a enfundar sus pistolas cuando Mauricio estaba en el suelo, con la cabeza hacia abajo y con un lago de sangre que iba creciendo. Se retiraron por la misma puerta por la que entraron y justo antes de cerrarla uno de ellos me miró y sonrío. Con su dedo índice me hizo un gesto de que guardara silencio, guiñó uno de sus ojos y luego su rostro se perdió por la madera que nos dejó a Mauricio y a mí solos en el departamento. Yo me acerqué a Mauricio y di vueltas alrededor de su cuerpo tendido. Lo quise voltear o tomar el pulso para ver si todavía vivía pero no se podía. Me quedé allí, echado a su lado, intentando limpiar con mi lengua el desastre que habían hecho los hombres del señor de saco negro.

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