Debo confesar que siempre me ha
encantado que mi papá me lleve a la heladería D’Onofrio; esa que queda en
frente del parque Kennedy, en Miraflores. Realmente lo disfruto por dos motivos:
el primero es que me encantan los helados y el segundo, es que muy pocas veces
veo a mi papá durante la semana porque llega muy tarde, más o menos cuando mi
mamá ya está diciendo “chicos, a dormir”. Y no sé por qué pero, a pesar que veo
más a mi mamá, siento que tengo una conexión especial con mi papá, quizás será
porque nos gusta hacer muchas cosas juntos y porque él parece disfrutar de lo que
yo también disfruto. Pero el otro día ocurrió una cosa muy rara, y ya han
pasado casi siete días desde entonces y hasta ahora mi papá no me ha llevado de
nuevo a la heladería y…bueno, mejor les cuento todo.
El sábado por la tarde, como ocurre
casi todos las semanas, mi papá me preguntó si quería ir con él a la heladería.
Yo acepté y me paré de la cama de un salto. Mientras corría a la puerta de la
casa mi mamá me perseguía para ponerme la casaca. “Hijito, no te vas a
enfermar, ponte tu casaca” –me decía justo cuando mis brazos entraban en cada
manga. “Ya mami, chau” –le dije al abrir la puerta de la casa y luego la puerta
del carro. Me senté en el asiento del copiloto y esperé a mi papá. Luego de
cinco minutos ya estábamos los dos sentados en la heladería y mi papá levantaba
el dedo índice para ordenar. Siempre me daba risa verlo hacer eso porque se
parecía a mí cuando tengo que levantar la mano en clase para ir al baño. A
veces me daba ganas de decirle a mi papá, “Sí papito, puedes ir al baño, pero
no te olvides de tu pase”.
Cuando yo me tomaba un Banana Split
y mi papá una simple Copa D’Onofrio, una señora entró por la puerta con los
ojos llorosos y se dirigió hasta mi mesa. Se sentó enfrente de nosotros y nos
miró sin decir nada. Yo volteé la cabeza para ver a mi padre y él justo giró
para verme a mí. Parecía muy asustado y, si bien abrió la boca, no dijo nada.
Luego los dos volvimos las cabezas para ver a la señora que, muy acongojada,
parecía ver más a mi papá que a mí. Luego se sentó al costado de él y le empezó
a hablar al oído. Mi papi parecía incómodo, y quizás estaba bien que se
sintiera así porque todos en el lugar nos miraban. Entonces, la tomó del brazo
con una mano y se puso de pie. La jaló hasta la puerta del local y empezó a
hablarle en voz muy baja pero con los ojos enfurecidos, como cuando me reprende
a mí; claro que conmigo sí habla muy fuerte.
Pasaron cinco minutos desde que mi
papá salió a conversar con la señora que se sentó en nuestra mesa y, si bien yo
ya había terminado mi Banana Split, la copa de mi papá se había derretido por
completo. “Hijito, ¿tu papá va a volver?” –me preguntó el señor que nos
atendía. “Creo que sí, sólo está afuera conversando”. Mientras terminaba de
hablar, mi papá entró de nuevo a la heladería, aunque parecía no estar muy
bien. Me miraba como cuando mi perrito Fox murió.
–Papi, ¿está todo bien? –le
pregunté.
–Sí hijito. Todo bien.
–¿Y esa señora?
–Una amiga de la infancia. Estaba
muy triste porque se acababa de enterar de una noticia muy fea y necesitaba
hablar con alguien. No te preocupes hijito. Más bien, vamos a la casa.
–Ya papi.
Salimos de la heladería y el señor
que nos atendía agradeció la propina que mi papá dejó sobre la mesa. Cuando
llegamos a la casa mi mamá no nos salió a recibir como normalmente lo hacía y
antes de bajar del carro mi papá me volvió a ver como cuando mi perro murió. No
me dijo nada, y nada malo había pasado, pero no sé por qué yo tenía muchas
ganas de llorar. Salí del carro y corrí a buscar a mi mamá. Detrás dejaba a mi
padre y al sonido del motor del auto que aún no se apagaba. Cuando entré a la
sala no había nadie y nadie tampoco en la cocina. Subí al cuarto de mis papás pero
tampoco estaba ella ahí. Sin embargo, escuché que alguien hacía unos sonidos
desde el baño y me acerqué a la puerta.
–¿Mamá?
–¿Hijito? –dijo mi mamá como con
dificultad.
–¿Estás bien?
–Sí hijito. Muy bien. ¿Puedes llamar
a tu papá, por favor?
–Sí mamá. ¡Papi! –grité. ¡Te llama
mi mamá! –.
Es difícil describir lo que pasó
después, porque tampoco lo entiendo muy bien yo. Mi papá se acercó hasta la
puerta del baño como si fuera a saltar de un barco, y me pidió que me fuera
justo cuando tomaba con una mano la perilla dorada. Yo le hice caso y salí a
buscar mi pelota de fútbol. Estuve un rato pateando el balón contra la pared,
imaginándome jugar en la “U” de delantero y anotando ese gol al último minuto
contra Alianza. Pero luego sentí que ya había pasado mucho rato y entré a la
casa de nuevo. Justo en ese momento salía mi papá de la casa con una mochila
encima de la espalda. Al verme, me dijo que me quería mucho y se mordió los
labios; parecía que quería llorar cuando me daba un beso en la frente y me abrazaba
como sólo lo hace en mi cumpleaños o en Navidad.
Lo vi salir con el carro por el
garaje y no sé por qué no se me ocurrió preguntarle a dónde iba. De nuevo me
dieron ganas de llorar y subí a buscar a mi mamá. La quería abrazar para
sentirme mejor, pero cuando entré a su cuarto ella seguía en el baño y se
seguía escuchando un murmullo extraño. No sé por qué tampoco le pedí que
saliera del baño, no le dije que la necesitaba. Sólo me fui a mi cuarto y me
eché boca abajo sobre la almohada y empecé a llorar, les juro que sin saber de
qué. Desde ese día no he vuelto a ir a la heladería, mi mamá pasa mucho rato en
el baño y no he vuelto a ver a mi papá.