Buscando Espontaneidad

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martes, 8 de enero de 2008

¡Corre a la colina!


Era la madrugada de un día que ya no recuerdo bien, en los alrededores de mi casa, mi madre y yo, habíamos escuchado sonidos desconcertantes que presagiaban el pronto ingreso de un ejército de botas, uniformes negros y pañuelos rojos, quienes se habían acostumbrado a saquear mi pueblo de cuando en cuando.

Nuestros pasos eran casi unísonos, aunque eran el único ruido de aquella noche. Hacía frió y teníamos miedo, porque aunque no lo crean nosotros siempre, antes de entrar en armas, teníamos miedo también.

Mi madre y yo, apresurados, tomamos a mis hermanos, éramos ocho y yo tenía que llevar a dos en los hombros y uno en el brazo porque era muy bebé para aferrarse a mí, mi madre al mismo tiempo llevaba a mis demás hermanos, quienes la seguían tomados de la mano.

Como era costumbre, y a puertas de entrar al pueblo internado en Huancayo, nos tapamos los rostros con pañuelos rojos, cargamos las armas y aseguramos las navajas y unas palabras casi susurrantes del camarada Arturo nos dieron la señal de estar preparados para ingresar.

Salimos presurosos colina arriba, mirábamos a nuestros alrededores y aunque el pueblo parecía tranquilo, casi apagado, podíamos sentir la presencia camaleónica de los hombres de rojo, quienes seguramente, cual leones en caza, saltarían al acecho en cualquier momento.

Vimos sombras pasar pero el camarada nos susurró que no avanzáramos aún, él había aprendido a ser cauteloso pues en lucha con una ronda campesina había perdido una oreja, claro que esos ronderos perdieron más.

La cuesta arriba para alcanzar la colina donde mi madre creía estaríamos seguros se volvió casi insoportable, no podía sostener a mis hermanos y no encontraba fuerzas para poder seguir, mientras que mi madre, quién parecía acostumbrada a estas noches, me gritaba insistentemente “no descanses que tenemos que cuidar a tus hermanos”.

El camarada dio el grito de introducción y nosotros, todos nosotros, seguimos a coro la entrada al pequeño pueblo, sintiendo en cada paso que daba el olor a miedo, el movimiento desconcertado y los gritos ahogados para no dejarse encontrar.

Ya no podía más, los brazos se me habían agarrotado y casi no los sentía, pero aún no entiendo cómo, seguía sosteniendo a mi hermanito. Cansado, al borde de un llanto desesperado y casi sin aire le dije a mi madre: “¿¡Mamá, por qué tuviste tantos hijos!?”.

Escuché unas voces que subían la colina aledaña y entre el claro oscuro de la madrugada distinguí a unas nueve personas corriendo presurosas a lo alto. No le dije a ningún compañero y corrí hacia ellos con el afán de alcanzarlos.

Mi madre me suplicaba que corriera más rápido y yo había tomado por suerte un segundo respiro, logrado subir con mayor facilidad el segundo trecho de la colina, pero cuando todo parecía paz y aislamiento de aquello que ocurría tierra abajo escuchamos lo que mi madre y yo corríamos para no escuchar.

¿Y qué hizo acusado Carlos?

“Disparé pa’ todo sitio Sr. Juez.”

¿Y qué sucedió entonces joven Francisco?

“Mató a mi familia Sr. Juez.”







1 comentario:

Rodrigo dijo...

Me gusta la doble narración de la historia en la misma linea de tiempo entre los campesinos y los terroristas, muy bueno.