Buscando Espontaneidad

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viernes, 11 de noviembre de 2011

La marejada del miedo


Te levantas de la cama y miras a tu alrededor. Aún es de noche. Te preguntas qué hora será. Tocas con tus pies descalzos la sucia alfombra y te incorporas en el medio de la habitación. No comprendes todavía dónde estás pero dentro de ti puedes sentir el suave rumor del miedo. Estás convencido que algo malo pasará. Miras hacia la puerta que se dibuja en la esquina derecha y escuchas como alguien mueve la perilla desde el otro lado. Realmente no eres capaz de ver la perilla que usualmente cuelga con sus colores dorados del borde de la puerta pero sí escuchas su movimiento, y cuando eso sucede tu mente asocia rápidamente el recuerdo que tienes de la perilla, entonces estás convencido de que también la ves. Giras tu cabeza hacia la izquierda e intentas pensar hacia dónde escapar. En frente de tu cama se enciende otra puerta, la que da a parar a la cocina de Carlos. Corres hacia allí y la abres, más con las ganas que con las manos. Del otro lado encuentras el comedor de la sala donde antes vivías con tus padres y aunque todo se ve tranquilo sigues sintiendo el rumor del miedo a tus espaldas, que avanza como la marejada en las tardes de verano. Corres (en dirección opuesta al miedo que se empieza a volver algo tangente) tocando con tus manos las sillas de madera que rodean la mesa de tus padres, pero empiezas a sentirte débil, frágil, menos tú, y presumes que debes estar a punto de desmallarte. Te aterra pensar en perder la conciencia en medio de la habitación y en ser devorado por la jauría de perros que te sigue detrás. Sin embargo, cuando el miedo te quema como quema el sol al medio día, una mano aparece del techo de la sala y te recoge hacia arriba, alzándote a medida que escuchas ladrar a los perros debajo y sientes sus alientos en tus talones (y como los escuchas, y como los sientes, también los ves, entonces te das cuenta que los perros no son perros sino lobos cuyos colmillos han pasado muy cerca de tus pies). La mano de la que te sostuviste te saca del agua y caes en un jardín verde. Tus labios casi pueden besar el césped que espera inerte tu reincorporación y el sol brilla como la luz en un espejo. Ahora puedes respirar tranquilo y ver que de pie te mira César, tu tío que falleció hace no mucho. Él te sonríe con una mueca graciosa y tú, por efecto reflejo, sientes una paz que no habías podido sentir ni en tu cuarto, ni en la cocina de Carlos, ni en la sala de tus padres. Tu tío te pregunta cómo están tus hermanos, sobre todo ese que te lleva tres años, y se acuerda con mucho cariño como se reía con él. Tú, ensimismado por el paraíso de jardín y de flores y de tío que no veías hace mucho que te rodea, lo abrazas como jamás lo hiciste mientras él vivía y él te devuelve el abrazo que jamás te pudo dar, y entonces lo asocias con el abrazo que te dio tu padre la noche antes de que te cases, con ese que tenía tanto amor. Desde lejos te puedes ver abrazando a tu papá en ese jardín inmenso donde un río sigue corriendo como el agua cuando cae por las escaleras desde un segundo piso…

Cuando abres los ojos estás en tu cama, mirando el closet de madera que enmarca la pared a tu izquierda. Estás muy cansado, y sólo te acuerdas haber soñado algo donde corrías, donde viste a tu tío César, donde abrazaste a tu padre, en un lugar hermoso donde crees que había un río.
[…]
Luego de unos días, almorzando con tus amigos en un restaurante cerca de la Avenida Primavera, un hombre vestido de jean blanco y camisa negra se acerca a tu mesa a tomar la orden. En su pecho cuelga un imperdible que dice “César”. Te quedas mirando el nombre en letras blancas y sonríes porque te acuerdas que hace unos días soñaste con tu tío del mismo nombre. << ¿Qué fue lo que soñé? >> –te terminas preguntando.

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