Él estaba seguro que ese trabajo algún día lo
mataría. Pero la blanca señora no le llegaría por algún tipo de estrés
emocional o problema congénito en el corazón sino por la antigüedad de la
casona en la que trabajaba. Creo que este temor merece una explicación. Él laboraba
en una vieja casona color mostaza en el distrito de Barranco. La casa ocupaba
la mitad de una manzana y tenía los techos y las puertas altas. El delirante
frío en invierno por los amplios espacios de los cuartos, el intenso calor en
verano por la madera del lugar y el olor a mar que traía el viento desde el
oeste, hacían de su trabajo algo que sabía siempre a limón chupado. Inclusive,
vivía atormentado por el zumbido de las abejas que habían instalado precariamente
su panal en una de las esquinas de la oficina, muy cerca de la ventana que daba
a su escritorio. Pero su intuición de morir por culpa de esa casa no se
sustentaba en ninguno de los problemas que antes les he contado, sino en todo
eso que se escondía detrás de las paredes, de los techos, del suelo; eso que
alguna vez había escuchado llamarse asbesto. Y es que su padre le había explicado
en algún momento que el asbesto daba cáncer. Quizás sus demás amigos podían
seguir trabajando sin pensar en eso, pero él no podía dejar de pensar que
mientras se sentaba en una silla frente a una computadora, mientras escribía las
líneas de un informe que llevaba ya más de cuatro hojas y escuchaba que afuera
alguien hacía sonar la alarma de su carro, el aire canceroso del viejo lugar entraba
por los orificios de su nariz y nadaban por su torrente sanguíneo como quizás
nadaría un pez en el mar muerto.
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